Economia
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CNNexpansion El mundo ha empezado a sufrir, a partir del último trimestre de 2008, una crisis económica de la que no se está librando país alguno. Una crisis sin parangón desde la que se vivió en los años treinta del siglo XX.

Los síntomas comunes de las crisis económicas a las que se refiere este ensayo son el descenso, o por lo menos,

 
estancamiento, de la producción y de los ingresos reales de la mayor parte de la población y, sobre todo, la reducción del empleo. Suele también ser característica de las crisis una redistribución significativa de la riqueza y del ingreso nacional.

En cuanto a las causas, la que siempre aparece es la laxitud en el otorgamiento del crédito y el abuso en su utilización, ya sea por parte de gobiernos, empresas o personas físicas.

El alcance de este documento no permite comentar crisis que resultan un tanto remotas. Se limitará a las principales de las acaecidas en México a partir de los años setenta del siglo pasado. Coinciden, de alguna manera, con crisis de distinta intensidad ocurridas en otras partes del mundo.

La crisis de 1976

A principios de los setenta se percibía cada vez más el desorden fiscal que algunos años antes se empezó a gestar en Estados Unidos, como consecuencia de la guerra de Vietnam y de los proyectos de la Gran Sociedad del presidente Johnson. Aquel desorden fue minando la confianza en el dólar y en el sistema monetario derivado de Bretton Woods que, de facto, había convertido al dólar en la moneda de reserva para todos los países. Existía en el mundo una inconformidad creciente con que Estados Unidos financiara sus déficit, fiscal y de cuenta corriente (de la balanza de pagos), mediante el crédito que le otorgaban otros países por la acumulación de reservas en dólares. En su momento, fue el general De Gaulle el líder de la inconformidad.

Francia y otros países empezaron a exigir a Estados Unidos el pago en oro de los dólares acumulados en sus reservas, pago al cual, según las estipulaciones de Bretton Woods, nuestros vecinos del norte estaban obligados. En consecuencia, el arreglo de Bretton Woods se vino abajo en 1973 y, de entonces en adelante, se estableció la flotación entre las monedas europeas, el yen japonés y el dólar estadounidense.

Sin embargo, la mayoría de los países en desarrollo siguió manteniendo un tipo de cambio fijo o programado respecto del dólar (banda, desliz o banda deslizante) y sus reservas internacionales invertidas en esta moneda.

El resultado de todo ello fue una inestabilidad financiera en los países industrializados y otros, que no propiciaba el crecimiento. A ello vino a sumarse un nuevo problema: el alza de los precios del petróleo. Como es sabido, los principales países exportadores del crudo se pusieron de acuerdo para subir sus cotizaciones. Esta acción tuvo un efecto recesivo sobre la economía mundial. En los años 1974 y 1975, el PIB de Estados Unidos descendió 0.64 y 0.44%.

Así, el entorno internacional no resultaba el más favorable para nuestro país. A pesar de ello, difícilmente se puede afirmar que haya sido el detonante de la crisis de 1976, pues para ese año la economía mundial ya se estaba recuperando: el PIB de Estados Unidos creció 6.2%. Aquella crisis es más bien atribuible a una perniciosa combinación de factores internos: un gasto público desmesurado y una abundante retórica populista, dirigida contra los países capitalistas desarrollados, en especial EU, y contra el empresariado nacional, en particular el más conspicuo.

Paradójicamente, no obstante los sobresaltos del sistema monetario internacional, hubo condiciones muy favorables para financiar con recursos externos parte importante del incrementado gasto público. Los países exportadores de petróleo acumulaban dólares a gran velocidad. En los países en desarrollo encontraron a quién prestarlos,  particularmente en aquellos, como México, que habían logrado ganar un buen nombre en los mercados financieros internacionales. La deuda pública externa, de sólo 4,263 millones de dólares a finales de 1970, 12% del PIB, alcanzó 19,600 millones de dólares al cierre de 1976, 35% del PIB.

El abundante crédito externo recibido por el gobierno mexicano no fue suficiente para financiar el desbordado gasto público. Se echó entonces mano del crédito de los bancos mexicanos a través del llamado encaje legal, así como del financiamiento del banco central. La inflación fue ascendiendo a niveles muy superiores a los de nuestros principales socios comerciales, no obstante la elevación ocurrida en éstos. En los nueve meses previos a la devaluación del primero de septiembre de 1976, el ascenso de los precios en México era de 11.6%, a tasa anualizada. Para el conjunto del año, llegó a 27.2%.

La magnitud del financiamiento externo y el aumento de la inflación propiciaban un creciente desnivel de la cuenta corriente. A estos factores vinieron a sumarse los efectos de la retórica populista sobre la cuenta de capital. El resultado fue una pérdida tal de reservas internacionales que eventualmente resultó imposible mantener el tipo de cambio de 12.50 pesos por dólar, cuya vigencia databa de 1954. La cotización del dólar casi llegó a duplicarse en algunos momentos de las postrimerías del régimen del presidente Echeverría. Por otra parte, el crecimiento anual del PIB descendió a 2.1%, que a la sazón parecía muy reducido por ser el más bajo desde 1953.

En los días inmediatos anteriores y posteriores a esa devaluación se vivieron momentos muy dramáticos.

A los factores económicos causantes de inquietud, vinieron a sumarse otros. Corrieron rumores de toda clase, incluso de que podría sobrevenir un golpe de Estado. En esa situación, surgieron retiros masivos de efectivo de los bancos. De ninguna manera estaban causados por desconfianza en la solidez de las instituciones de crédito. Se debían al propósito de mucha gente, de contar con medios para sobrevivir en una temida situación de caos. Las corridas, por suerte, no se generalizaron. El Banco de México enviaba numerosos y cuantiosos cargamentos de billete a los bancos de la capital y del interior para que hicieran frente a los retiros y no cundiera el pánico, como habría sucedido si la gente hubiese llegado a observar falta de efectivo en las instituciones o indisposición de éstas para devolver los depósitos. No obstante su potencial gravedad, los retiros de moneda nacional de los bancos eran un problema que se podía sortear y se sorteó con éxito.

El gran peligro era el eventual retiro súbito de los depósitos en moneda extranjera, toda vez que no se tenían los dólares para hacerle frente. En los últimos días del gobierno del presidente Echeverría, se llegó a considerar la posibilidad de cerrar los bancos. Se tuvo el acierto de no hacerlo, sino de cerrar exclusivamente sus departamentos de cambios, cuyas funciones fueron sustituidas por un improvisado mercado de moneda extranjera en las casas de bolsa, manejado, de hecho, por los cambistas de los bancos. Era un arreglo que no podía durar sino unos pocos días. Por ventura, eran los que faltaban para la entrada de un nuevo gobierno que habría de restablecer rápidamente la confianza.

En aquel entonces, prevalecía la creencia de que las dificultades por las que se atravesaba no eran sino un accidente en la larga etapa de estabilidad y progreso lograda por México en las décadas inmediatas anteriores.

La crisis de 1982

Durante su campaña para la presidencia, José López Portillo hizo un esfuerzo en favor de la reconciliación entre el gobierno, el sector privado y la sociedad en general. Por consiguiente, fue recibido con los brazos abiertos por un público harto de los despropósitos de su predecesor.

Sin embargo, después de lograrse un clima de armonía, de manejarse con relativa moderación las finanzas públicas por algún tiempo, de surgir optimismo por el descubrimiento y apertura de fantásticos campos petroleros, y de recobrarse el crecimiento económico, empezaron a repetirse los problemas padecidos durante el gobierno anterior.

Incluso en el ámbito externo, hubo ciertas semejanzas al producirse el llamado segundo choque petrolero, que llevó los precios del crudo a niveles nunca antes vistos. Al conjuntarse este fenómeno con las políticas monetarias por demás laxas que se practicaron en Estados Unidos hasta 1979, la inflación de ese país alcanzó niveles sin precedente: 13.5% en 1980.

Allá se produjo entonces una reacción para atacar el violento fenómeno inflacionario. El sistema de la Reserva Federal elevó la tasa de los "fondos federales" a niveles inusitados, 20%, fenómeno que habría de ser uno de los factores que coadyuvaran al desencadenamiento de la crisis mexicana de 1982, tanto por la elevación del costo de la deuda, como por la recesión que generó en EU. La tasa de crecimiento del PIB  estadounidense descendió a 0.34% en 1980.

Sin embargo, los factores principales de la crisis mexicana fueron de nuevo internos. El gasto y el déficit crecieron como nunca. En los seis años del gobierno de López Portillo, la deuda pública externa ascendió de 19,600 millones de dólares, 35% del PIB, a 58,874 millones de dólares, 90% del PIB.

El endeudamiento interno del sector público siguió creciendo mediante los encajes de las instituciones de crédito, la colocación de Cetes en el público y la de otros valores en el banco central.

Además, el sector privado, embriagado por la expectativa de crecimiento, derivada en buena parte de la perspectiva de crecientes exportaciones de petróleo, también contrajo cuantiosas deudas en el extranjero, proceso facilitado por la oferta de crédito que el sistema financiero del mundo desarrollado hacía a los países en desarrollo con los dólares que captaba de los grandes exportadores de petróleo del Medio Oriente y de otras latitudes.

Como es lógico, el enorme gasto del sector público y, en menor medida, también del sector privado, al estar financiado en buena parte con recursos externos, se tradujo en un creciente desequilibrio de la cuenta corriente.

Este desequilibrio suele ser causa de inquietud, aunque a veces no debería serlo, como, por ejemplo, cuando no es más que la contraparte de la inversión extranjera directa, de la repatriación de capital o de un endeudamiento moderado utilizado para el financiamiento de buenos proyectos de inversión. Sin embargo, en el caso de que se trata, parte considerable del desequilibrio de la cuenta corriente estaba determinado por endeudamientos excesivos, contratados en el exterior para financiar proyectos de dudosa calidad. Se empezaron a generar entonces fugas de capital, motivadas también por la actitud de algunos funcionarios públicos, poco amigable hacia el sector privado y a favor de una participación creciente del Estado en la economía, ya no sólo como autoridad, sino como empresario.

En ese ambiente enrarecido, se acentuó, a mediados de 1981, el declive de la cotización del petróleo iniciado en 1980. El hecho en sí era importante, pero no grave, pues el precio del crudo, aunque hubiese bajado, seguía siendo muy elevado, comparado con los precios de 1979. Lo malo fue la actitud que el gobierno federal adoptó al respecto: o los compradores aceptaban el mismo precio al que se les vendía o no se les surtía más. El desenlace fue el segundo.

Ello significó una pérdida importante de ingresos por exportación, pero, peor aún, puso en evidencia que el ensoberbecido gobierno no estaba dispuesto a reconocer la realidad del mercado. La desafortunada decisión marcó el parteaguas entre el ascenso y el descenso del régimen. Los acontecimientos sucesivos fueron configurando un círculo vicioso del que no salimos sin antes haber tocado fondo. La inevitable devaluación sobrevino en febrero de 1982, pero los efectos curativos que pudo haber tenido se echaron a perder de inmediato con una elevación de salarios del todo inoportuna, que ponía de manifiesto la falta de entendimiento por parte del gobierno de cómo funciona la economía. La orgía de gasto continuaba, a pesar de los anunciados programas de austeridad, al mismo tiempo que se tornaba cada vez más ostensible la hostilidad de varios e importantes funcionarios hacia el sector privado.

Peor todavía, se empezó a sospechar que se impondría el control de cambios. En esas circunstancias, los "mexdólares", o sea, los depósitos denominados en dólares en los bancos mexicanos, ya no resultaban funcionales para contener la fuga de capital. El Banco de México publicó, en abril de 1982, un folleto explicando por qué en nuestro país no podía funcionar un control de cambios, con el propósito de que el público no creyera que esa medida se tomaría. Al parecer el folleto sirvió, si acaso, de breve respiro. Poco después el peso continuó dando tumbos y el 1 de septiembre se decretó el control generalizado de cambios y la expropiación de los bancos privados. Los resultados no pudieron ser peores. El control de cambios entorpeció de inmediato la actividad económica. Numerosos productos escaseaban al punto de faltar material quirúrgico en algunos hospitales. Al control de cambios se agregó la sujeción a permiso de importación, de prácticamente todas las fracciones arancelarias.

Estuvimos cerca de la parálisis. Por fortuna, el gobierno de Miguel de la Madrid que tomó posesión el 1 de diciembre de 1982, decretó un nuevo sistema de cambios que liberalizaba un gran número de transacciones. Años después, en noviembre de 1991, el control de cambios se removió por completo. Para entonces los tipos de cambio libre y controlado tenían ya tiempo de coincidir, con lo que el control, además de continuar siendo engorroso, devenía superfluo.

La expropiación de los bancos, decretada aquel 1 de septiembre, tuvo efectos mucho más nocivos que el control de cambios. Produjo el temor de que otras industrias pudieran ser nacionalizadas y, en general, causó gran desconfianza en el respeto de los derechos de propiedad por parte del gobierno.

El presidente De la Madrid, quien no estuvo de acuerdo con la expropiación bancaria, llegó al poder en una situación de insuficiente fuerza política para revertir la medida. Muchos políticos prominentes del propio PRI la habían aplaudido, unos por convicción, otros por sometimiento. El presidente hizo lo que pudo; reprivatizar los activos no bancarios de las instituciones de crédito y, después de 1985, iniciar un proceso de desincorporación de empresas públicas. Sin embargo, la fuga de capitales prosiguió por años.

El golpe a la confianza asestado por la expropiación bancaria tuvo largas secuelas, y entre las inmediatas estuvieron la continuación de la fuga de capital y la interrupción del crédito internacional a las empresas particulares, que no sólo dejaron de recibir financiamiento externo, sino que tuvieron que pagar ingentes sumas a sus acreedores extranjeros.

El sector privado se libró de quiebras generalizadas gracias a la exitosa acción del fideicomiso denominado Ficorca que coordinó los esfuerzos del gobierno mexicano, de las empresas mexicanas y de los bancos extranjeros para encontrar una buena solución al problema de la deuda externa privada.

La crisis de 1982 produjo años de estancamiento e inflación y se agravó por otro cataclismo económico: el desplome del precio del petróleo en 1986, cuando descendió, de casi 30, a 10 dólares por barril, aproximadamente. Esto, en una época en que las exportaciones petroleras habían llegado a representar dos tercios de la exportación total del país y en que, más que ahora, financiaban una gran proporción de los ingresos públicos. El PIB descendió en 1982, 1983 y 1986. En promedio, su crecimiento anual en el lapso 1982 a 1988, resultó cercano a cero.

Las crisis de 1994-1995

Podría decirse que las crisis mexicanas de 1976 y de 1982 fueron las típicas crisis de países subdesarrollados, derivadas primordialmente de un gasto público excesivo.

No podría afirmarse lo mismo de la crisis de 1994-95 aunque México no estuviese mucho más desarrollado. Un prominente personaje de las finanzas internacionales se refirió a esa crisis como la primera del siglo XXI. Muy pronto habría de ser sucedida por otras parecidas: las acaecidas en el Extremo Oriente en 1997 y 1998.

¿Cuáles fueron las causas de la crisis mexicana?

Múltiples y por eso resulta muy compleja. Al tiempo de estallar, la opinión más difundida la imputaba a que el peso, supuestamente, se había sobrevaluado. Sin embargo, esta tesis se contrapone con el hecho de que durante varios años la tasa de crecimiento de las exportaciones no petroleras venía en ascenso, llegando a 20.9% en 1994.

También se contrapone con el hecho de que, durante varios años, el tipo de cambio había estado, la mayor parte del tiempo, pegado o próximo al límite inferior de la banda de flotación entonces existente. Asimismo, se contrapone con un tercer hecho: para evitar que el peso traspasara dicho límite, el Banco de México había estado comprando dólares la mayor parte de ese tiempo, hasta marzo de 1994. Es decir, el peso tenía una tendencia a revaluarse, no a devaluarse. Las cosas cambiaron a partir del asesinato del Luis Donaldo Colosio, ocurrido el día 23 de aquel mes. Se produjo entonces una cuantiosa pérdida de reservas.

Durante aquel año aciago, cada vez que la situación volvía a tranquilizarse, surgían nuevos factores de desestabilización, fueran los secuestros de empresarios prominentes, las actitudes relacionadas con el conflicto de Chiapas, la renuncia del secretario de Gobernación, las acusaciones del subprocurador Ruiz Massieu, la renovada beligerancia del EZLN o el aumento en las tasas de interés estadounidenses, iniciadas por la Reserva Federal en febrero de 1994 y fuertemente acentuadas en noviembre de ese año.

Corría también la opinión de que el déficit de la cuenta corriente se había ampliado demasiado. Esto es cierto, pero no se debía a la pérdida de competitividad ni a políticas fiscales o monetarias expansivas. El crédito interno del banco central disminuyó enormemente de 1990 a marzo de 1994. Sólo fue en el resto de ese año que resultó necesario aumentarlo para evitar la contracción monetaria causada por las fugas de capital. En realidad, el déficit en cuenta corriente se derivó de cuantiosas entradas de capital, algunas deseables, otras no tanto. El Banco de México, muchos años atrás, había prohibido a los bancos abrir cuentas de valores a residentes en el extranjero, fueran personas físicas o morales, en las que se manejaran títulos de deuda pública mexicana. La prohibición obedecía al temor de que fluyeran capitales golondrinos, que así como llegan se van. El Banco fue objeto de múltiples presiones para que removiera su disposición, arguyendo incluso que contravenía las reglas de la OCDE a cuya pertenencia se aspiraba.

Finalmente, el Banco accedió, aunque hizo explícito en la circular respectiva, del 5 de diciembre del 1990, que lo hacía a petición de la Secretaría de Hacienda. A la vez, la Comisión Nacional de Valores removió una disposición semejante en lo tocante a las casas de bolsa. En ausencia del capital golondrino, el déficit de la cuenta corriente no hubiese alcanzado la misma magnitud. Debe hacerse notar que el flujo de capital golondrino no causó efecto todavía mayor sobre la cuenta corriente gracias a las operaciones de esterilización monetaria realizadas a la sazón por el banco central.

Entre las causales de la crisis está la manera como evolucionó el crédito bancario. Tras décadas en que el gobierno federal utilizaba la mayor parte de la captación de los bancos para financiar su déficit, la corrección de las finanzas públicas, ocurrida en la administración del presidente Carlos Salinas, liberó cuantiosos recursos de las instituciones que pudieron entonces ser prestados al sector privado.

Esta situación no podía ser más bienvenida. Sin embargo, habría de causar graves problemas. No pocos de los banqueros que manejaban los bancos, antes y después de su reprivatización, otorgaban el crédito sin la debida prudencia. A veces eran inexpertos, a veces demasiado codiciosos o las dos cosas. Además, a raíz de la expropiación bancaria, las instituciones habían perdido numerosas elementos de sus mejores cuadros técnicos. Cabe agregar que, durante la época de la banca estatizada, la Comisión Nacional Bancaria se debilitó mucho.

La Comisión también perdió valiosos cuadros técnicos y, en algunos casos, se sentía intimidada ante el poder político de algunos de los dirigentes de los bancos estatizados. Así, cuando renació el otorgamiento de crédito, la Comisión no estaba debidamente preparada para realizar inspecciones bancarias eficaces. Tomó años restablecer la competencia técnica de la Comisión.

Dada esta evolución poco deseable del crédito, posiblemente se hubiese tenido una crisis bancaria aún sin el surgimiento de la crisis de balanza de pagos a finales de 1994; pero no hay duda de que este trastorno complicó la situación de los bancos. El pago de los créditos se dificultó considerablemente ante el alza de tasas de interés resultante de la inflación, causada, a su vez, por la devaluación. No resulta fácil de entender que, en tiempos de inflación, el pago de los créditos se vuelve muy pesado aun en los casos en que las tasas de interés sean bajas o negativas en términos reales. En tiempos inflacionarios, parte de los cuantiosos intereses nominales a pagarse por los deudores constituye una compensación parcial a los acreedores por la pérdida de valor real del principal de los créditos. El pago de intereses conlleva, visto en términos reales, una amortización acelerada del crédito, que el deudor quizá no esté en posibilidad de efectuar.

La solución de este problema puede darse indizando los créditos. Para facilitar esta indización, se crearon las UDIS en abril de 1995, cuyo uso generalizado pudo haber aliviado enormemente la situación de los deudores de la banca, a la vez que mejorado de manera notable la posibilidad de recuperación de los créditos. Fue muy desafortunado que la mayor parte de los banqueros no entendieron lo anterior y que los agitadores políticos hicieran cuanto pudieron para desprestigiar esta solución, cuya aplicación extendida hubiese rendido gran beneficio, como se ha comprobado después, por ejemplo, en el caso del refinanciamiento de las carreteras de cuota.

La crisis bancaria mexicana ofrece elementos para la reflexión ante la crisis financiera que se ha desencadenado en 2008. Para remediar aquélla, algo se hizo muy bien: no se dejó lugar a dudas, desde un principio, de que los acreedores de los bancos quedarían completamente protegidos. De no haberse hecho eso, el sistema de pagos pudo haberse colapsado, causando grave daño al funcionamiento de la economía.

También se actuó acertadamente por cuanto los accionistas de los bancos perdieron lo que tenían que perder y en algunos casos más que esto, porque repusieron capital una o más veces. Lo que no resultó bien fue que muchos deudores que podían pagar, no lo hicieron. Esta reprobable conducta se vio alentada por movimientos dirigidos por agitadores políticos, así como por la posible parcialidad de no pocos jueces a favor de los deudores y por la cantidad abrumadora de juicios que se acumularon.

¿Cuáles son las enseñanzas que podemos sacar de la crisis de 1994-95? Es posible que las principales sean las siguientes:

a) Evitar la inflación, dadas las dificultades que ésta causa para el pago de los créditos. A fin de evitarla, no basta con observar políticas fiscales y monetarias prudentes. Es necesario adoptar un esquema cambiario que aleje lo más posible la eventualidad de una crisis severa de balanza de pagos.

Salvo para algún país tan excepcional como China, no existen sino dos esquemas que  satisfacen este requisito: la unión monetaria de bloques económicos muy grandes y la flotación. El primer esquema no es opción para México hoy. El segundo sí lo es y es muy afortunado que se haya adoptado, y que haberlo hecho ya no sea materia de discusión ante lo exitoso del resultado.

b) La calidad del crédito bancario debe ser vigilada de manera permanente.

c) Los intermediarios financieros deben estar muy bien capitalizados y los riesgos a que están expuestos ser objeto de continuo escrutinio.

Respecto de los puntos b) y c), sobra decir la importancia de contar con un organismo competente de supervisión financiera.

La crisis que se desata en 2008

Se trata de un fenómeno mundial, pero su gestación se da principalmente en Estados Unidos. Se mezclan problemas de finanzas públicas, de balanza de pagos, de política monetaria, de supervisión financiera y hasta de la idiosincrasia de cada país.

Por consiguiente, es de enorme complejidad y no hay explicaciones simples y a la vez buenas. No obstante, puede afirmarse, sin mucho riesgo de errar, que, como en todas crisis, el abuso del crédito ha sido el factor principal.

En tiempos pasados, la mayoría de los estadounidenses eran gente ahorrativa. Se veía mal tomar crédito, ya no digamos para el consumo, sino incluso para los negocios. Esto fue cambiando a través de los años y en tiempos recientes, el gobierno estadounidense, los consumidores y las empresas, en especial las del sector financiero, estuvieron haciendo un uso desmedido del crédito, práctica que conduce a situaciones muy peligrosas.

Los reveses económicos afectan de manera especialmente severa a las personas físicas, a las empresas y a los gobiernos que se encuentren muy endeudados. Ante las adversidades, los gastos de los deudores deben contraerse drásticamente y muchos créditos dejan de pagarse. En esas condiciones la demanda de bienes y servicios se desploma y las empresas ven disminuidas sus ventas. Entonces, ellas también cortan sus gastos y despiden personal, formándose una espiral descendente de la actividad económica que, a su paso, puede ir derribando intermediarios financieros.

Resulta peligroso tratar de evitar el desarrollo de esa espiral descendente por medio de políticas monetarias o fiscales laxas, porque, si bien pueden posponer la formación de la espiral, no es seguro que logren eliminar la posibilidad de su posterior y más impetuoso desarrollo.

A principios del presente milenio, la economía de Estados Unidos se encontraba en recesión. Había el temor de que esta situación pudiere prolongarse por largo tiempo, como sucedió en Japón durante la década de los noventa. Es probable que la experiencia japonesa haya pesado en el ánimo de las autoridades monetarias estadounidenses, llevándolas a bajar drásticamente, y por largo tiempo, las tasas de interés. Pensaron que de esa manera se estimularía la inversión, principalmente en la construcción de bienes raíces.

En efecto, la economía se reanimó pero, a la vez, se propició la proliferación de las hipotecas subprime que, combinadas con el desarrollo vertiginoso del mercado de instrumentos derivados y estructurados, creó un castillo construido tanto con materiales fuertes, como con una buena cantidad de naipes.

Eventualmente, partes importantes del castillo se vinieron abajo. El colapso de uno o pocos naipes fue capaz de causar la ruina de amplias secciones del castillo, ya que todas las piezas de una construcción interactúan, en forma directa o indirecta. Los naipes eran las personas, las empresas y, sobre todo, los intermediarios financieros que habían abusado del crédito.

Si la presente crisis se ha gestado en buena parte por el endeudamiento excesivo, la solución del problema depende, en lo fundamental, de la reducción de ese endeudamiento a niveles prudentes, proceso que toma tiempo y causa sufrimiento. Entre tanto, se enfrenta un dilema terrible: dar más droga al adicto para reanimarlo temporalmente o cortarle el suministro de cuajo, exponiéndolo a trastornos por demás dolorosos. Ni la primera ni la segunda opción resultan aconsejables. Sin embargo, existe una tercera: ministrar por algún tiempo drogas sustitutas, por ejemplo, apoyos a los bancos, tendentes a evitar el colapso del sistema de pagos y a mitigar la contracción drástica del crédito.

Lo más importante es ver qué se hace para evitar la repetición del problema. Una de las cuestiones torales es la regulación del sistema financiero. Debe formularse con el objetivo de propiciar la prestación fluida de los servicios financieros, la solidez de los intermediarios y la equidad del trato con su clientela.

Además, debe facilitar la innovación tecnológica, es decir, la creación de nuevos y más eficientes instrumentos financieros, que atiendan a la creciente variedad de servicios requeridos por el público. Pero, en materia de regulación, la calidad vale mucho más que la cantidad. Más aún, la concisión es uno de los requisitos de su calidad. Mas no por ello deben dejar de expedirse todas las disposiciones necesarias para evitar conductas imprudentes de los intermediarios o, por lo menos, las que obviamente lo son. El prurito de no interferir con el libre juego del mercado debe ser desechado. En este campo, como en muchos otros, los dogmatismos en uno u otro sentido resultan perniciosos.

México está inmerso en la crisis internacional. Esta vez no somos los culpables. Lo que es más: algunas de las fortalezas desarrolladas por nuestro país han hecho posible resistir, en lo general, los embates del terremoto. Las finanzas públicas no gozan de una salud óptima, pero tampoco presentan aspectos de gravedad en el presente ni para el futuro cercano. La deuda pública externa e interna (con la salvedad de las pensiones del sector paraestatal, no pagaderas de inmediato) es relativamente moderada, como también lo es la deuda de la mayor parte del sector empresarial.

Las exportaciones están muy diversificadas.

Las reservas internacionales del Banco de México son elevadas y el sistema de tipo de cambio flotante ha venido trabajando muy bien.

No obstante, la recesión importada nos está dañando. El crecimiento económico se ha debilitado y puede llegar a ser nulo en 2009 mientras el desempleo va en aumento. La sustancial depreciación del peso frente al dólar es factor de incremento del índice de precios, si bien puede estar compensado en medida significativa por el descenso generalizado de la cotización de las materias primas y por la depreciación, también frente al dólar, de monedas como el euro, el real y algunas del extremo oriente, de importancia para la economía mexicana.

Ante este panorama, parece apropiado el paquete de medidas que se han venido anunciando recientemente por las autoridades mexicanas, como el aumento de la inversión pública, la intervención por el banco central en el mercado de divisas a fin de suavizar la volatilidad del tipo de cambio, el canje de deuda pública de largo plazo por títulos de más próximo vencimiento y el apoyo financiero a ciertas empresas o tipos de empresas. Preocupa, sin embargo, el incremento de los gastos corrientes, pues tiende a ser irreversible. Esto último, en el mediano y largo plazos, es en extremo nocivo, ya que la capacidad del sector público para financiar aunque sea parte de su inversión con ahorros propios se ve cada vez más mermada.

Si como China, India u otros países, hubiésemos mantenido tasas de crecimiento muy elevadas, el impacto de la crisis sería más digerible. No es lo mismo que la tasa de aumento del PIB disminuya de más de 10 a 9%, como puede estar sucediendo en China, a que descienda de 2 al 0%, como probablemente esté aconteciendo en México.

Esto pone de manifiesto la urgencia de hacer lo que tanto se repite, pero no se realiza del todo: la llamada reforma estructural. Algo se ha avanzado, mas no lo suficiente. Estamos lejos de haber logrado un sistema impositivo satisfactorio. Las pensiones de numerosas entidades del sector paraestatal siguen siendo una enorme carga para el futuro. La reforma petrolera resultó insuficiente. La mejora de la calidad de la regulación es dudosa, pues hay avances en algunos aspectos, pero retrocesos en otros. La reforma de las leyes laborales, tan necesaria para el aumento del empleo y de la productividad, ha quedado paralizada. La seguridad jurídica y de otros órdenes deja mucho que desear. De la educación ni qué decir: después del loable acuerdo para mejorar la calidad de la educación, hemos presenciado las manifestaciones de grupos numerosos de maestros, oponiéndose en forma indecorosa a la introducción de las medidas más indispensables para mejorar la enseñanza.

Lo más importante para México es elevar su tasa de crecimiento potencial mediante reformas de fondo. Este debe ser nuestro objetivo principal, más allá de lo que se haga coyunturalmente para sortear la presente crisis.

*El autor fue Gobernador del Banco de México (1982-98) y el texto fue publicado originalmente por la revista Este País en su edición de enero de 2009 como parte de la serie "La crisis: testimonios y perspectivas".
Por: Miguel Mancera Aguayo*  Fuente: CNNexpansion

Publicado por: TuDecides.com.mx
Edición: Adrián Soltero
Contacto: dir@tudecides.com.mx

Nota: Por lo general todos los artículos cuentan con fuente y autor del mismo. Si por alguna razón no se encuentra, lo hemos omitido por error o fue escrito por la redacción de TuDecides.com.mx.

 

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